Viñeta de Kalvellido
Estuve un tiempo alejada de la escritura.
Durante semanas paré en seco ese impulso febril por
aullar en mitad de esta verbena donde bailamos dementes al son del tintineo del capital. Necesitaba tomar distancia de unas palabras que durante
años habían sido disparos lanzados al aire, sin saber qué lugar ocupaba yo en esta guerra.
¿Qué podía hacer
si mi materia prima es todo lo concerniente al corazón y sus disparos?
¿Construir castillos?
¿Guardarme en una caverna?
¿Romper los versos?
¿Naufragar en mis propias arterias?
¿Qué puede hacer una poeta, si no es mirar adentro para ver fuera, si no
es explicarse para explicar la barbarie?
¿De qué sirve la poesía
si no tiene el coraje de continuar escribiéndose, aún a riesgo de errar
solitaria y proscrita en un mundo dominado por el miedo y la ignorancia?
Siempre fueron malos tiempos para la poesía.
Pero ¿qué hacer? ¿Es decente callar para dejar que hablen
sólo los canallas?
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Hoy parece que hubiera
solo unas cuantas palabras con olor a lejía, sin sangre es sus
articulaciones.
Ellas, las palabras, colaboran mansamente en el espantoso
devenir del mudo.
Deben obediencia a
quien les paga, usadas para neutralizar las conciencias, los soldados de las letras
las disparan a bocajarro, en ráfagas, al aire o por la espalda.
Les urge colonizar las ideas. Instaurar un régimen donde
no haya lugar para la disidencia, borrar del mapa los caminos que llevan a la
libertad, borrar esos senderos laberínticos por donde a veces, los hombres y las mujeres
ponemos a andar el corazón para trazar en su lugar carreteras de sentido único.
Es el mundo apocalíptico que nos espera.
Fábricas de mentiras, fábricas de ilusiones, fábricas de
deseos, fábricas de cuerpos, fábricas de violencia, y por supuesto fábricas de
palabras donde la soldadesca muestra su inteligencia tuerta.
Pobres de aquellos que pudiendo decir la verdad la
ignoran o la travisten. Pobres de aquellos que con su tibieza fortalecen las
cadenas.
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Los gobiernos
ceden el paso al despojo universal, ignorando la vida, premian a las elites, les
abren las fronteras, aprueban sus chantajes, aunque esto siembre el mañana de cadáveres.
Postulan para ser
los más obedientes a los mandatos bárbaros y la pérdida de soberanía es tan
evidente, que casi ningún país se mueve sin pedir permiso antes, sin mover la
cola, sin pagar el peaje de la servidumbre y de las deudas.
No caen bombas de racimo, no hay minas amputando pies ni
infancias, los drones no invaden los cielos, ni el gas naranja ahoga a la
población pero es una guerra porque la destrucción es masiva, el hambre, el
empobrecimiento, la ignorancia, la enfermedad ¿qué son si no las armas más
antiguas y eficaces de la historia?
Y es una guerra tibia, porque se cuela en cada casa para
dinamitar el pan y los abrigos, se
filtra en los trabajos para reventarlos o convertirlos en precarios, se inyecta
día a día
Y día a día desploma el porvenir, ahuyenta la esperanza,
revienta la paz o la arrodilla.
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Ejércitos de solidarios, recogen toneladas de comida,
reparten mendrugos a los parias, que cada vez son más, y cada vez son más
largas las filas de suplicantes obligados a rogar que alguien, dios o los amigos, les arranquen
por un rato el hambre.
Ante esta situación, las oligarquías no tienen miedo a
tener miedo, no temen que la resistencia se arme porque todas las armas están en sus manos desde el plomo hasta la
palabra.
Saben que la
primera batalla debe hacerse en las ideas.
Pensar siempre fue un ejercicio peligroso. Pensar es su peor
amenaza. Ser capaz de desafiar las mentiras que damos por ciertas, las que sobreescrieron en la historia, en la memoria,
en los olvidos, desmontar las piezas con las que se construye la realidad y la
pudre será lo único que convierta los yugos en
ceniza.
Dejar de vernos en este espejismo y contemplarnos tal cual
estamos, tal cual somos: Individuos erráticos, amándonos de dos en dos, aislados,
desfigurados, cosificados, mercadeados.
Tener el coraje suficiente
para construirnos, soberanos, es el único camino que puede llevarnos a un lugar
más humano.
El conocimiento es la única forma de alcanzar la libertad,
tan dolorosa.
Es lo único que puede hacer temblar a los sin –miedo.
Cortar las venas del pensamiento dócil, manso, combatir
hora tras hora el lenguaje prisionero, eufemístico, poner en cuarentena a los
nuevos mesías que nos traen su cultura inculta, su cultura de la confusión y de
la evasión. Sus narcóticos, sus placebos, su siniestro interés en convertir en muñón
cada ala, cada sueño, cada esperanza.
Discrepar de todos aquellos que de una u otra forma
niegan o sostienen al monstruo que nos decapita de inanición o escalofríos.
La realidad nos llama, no podemos escapar
precipitadamente del plomo y de las llamas, no podemos pisotear los huesos sin
que se nos astille su memoria.
Es urgente buscar la humanidad, recuperarla en cada uno,
aprender a ser en los otros, en la mirada de los otros, resucitar en cada
muerte.
Buscar su fragilidad y su coraje, buscarla con
desesperación, hacerla presente, en las calles y en el campo, en los partos y
en las cruces.
Unirnos en la búsqueda aceptando que cedimos el paso a la barbarie, que nos
vaciamos de humanidad, que fue escanciándose este néctar sobre la violencia y
sus costumbres.
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Ser poeta inmaculado o ser poeta con las manos manchadas
de sangre o de mierda. Esta es la disyuntiva.
Desalambrar poemas
como se desalambran las mentiras, dejándoles la piel llena de heridas.
Da vergüenza pensar que nuestro legado sea apenas un montón
de estrofas, un puñado de versos atrofiados por existencialismos o alienación,
un manojo de poemas imperecederos.
Estamos aquí y ahora, en medio de esta guerra lenta y silenciosa,
rodeados de andrajos, atemorizados por el resurgir de cruces, de látigos y de mordazas
que debieron ser hace tiempo sepultados.
Estamos ahora, en este preciso momento, en esta batalla
donde no es posible la retirada.
Porque estar en la vida lejos de la vida misma, a años
luz de esta existencia entrampada en el silencio, porque caminar por los pueblos
y las patrias sin dejar el testimonio de nuestros poemas es dar a la poesía una
puñalada por la espalda.
En los momentos
graves es cuando urge dar un paso adelante. El fascismo acecha, está presente.
Los fascistas se mueven como en otros tiempos cuando la ley era suya, y era
suya la memoria, suyos eran los destinos y eran dueños de la impunidad. Viven
su amanecer dorado.
Por todo esto comprendo el poema como un artefacto explosivo,
algo que coloca el poeta casi a hurtadillas,
clandestinamente, con la esperanza de que su detonación provoque una fractura, una
fisura por donde se cuele plomo, rabia, ternura o vergüenza.
Un objeto que
dinamite la fortaleza que protege el
desamor, el miedo y el conformismo.
Algo así como el antídoto que nos salve del venenoso
pensamiento único.
El mundo que se levanta hoy ante nuestros ojos, es un
mundo tan despiadado que ni siquiera en sueños pudimos imaginarlo.
El poema no puede escribirse ajeno a lo que sucede, de
espaldas al hambre y al frío.
Si calla el poema, si cuenta a medias, si deja hablar a
la indiferencia, o si se pudre extasiado sobre vergeles, es un poema que no
merece a los hombres ni las mujeres.
Por esto, elijo tener las manos manchadas de sangre y de mierda,
elijo escribir poemas cargados de pólvora y de semen.
Poemas que dinamiten la pulcritud de los indecentes.