Pedimos la paz como si nada. Como si sólo al nombrarla se cumpliera el sortilegio mágico de desaparecer la guerra en cualquiera de sus formas.
Pero la realidad no funciona de esta manera. Es mucho más
cruel y más hipócrita.
Si pedimos la paz, si lo hacemos en el momento en que cae
la bomba, o la invasión es grave, si sólo lo hacemos entonces, dejamos en la
sombra millones de victimas que en ese instante no vemos. Y no vimos antes y no veremos mañana.
La paz en un asunto que urge para todos los rincones del
mundo.
Es la misma paz para Kiev y para Donetsk. La misma para Yemen
o Palestina. La misma para los hambreados, para los desheredados, para las
violadas y mutiladas. Es la misma paz, la paz de los pueblos, de todos.
Los de cerca y los de lejos, los que no importan y la paz
de los países que importan demasiado.
Esa parte de la humanidad que ha soportado el silencio de
los medios, las agresiones y masacres continuadas, el expolio de sus materias
primas miran a Europa con la nausea que provoca saber que por ellos nadie dijo
nada. Nada.
Yo no voy a ser hipócrita, no voy a mirar a Ucrania y a la
vez voy a ser tuerta.
No pienso alzar la voz por una paz diseñada por el mayor
traficante de armas del mundo, es decir EEUU.
Claro que quiero la paz, también quiero un mundo justo. Sin
nazis y sin fascistas. Sin OTAN y sin imperios.
Quiero esa paz sencilla para todos, todos los pueblos.