Ellos, tan dignos tan decentes. Con sus camisas limpias y
sus cuellos almidonados. Con sus vestidos de marca y sus tacones al alza, son
los justos, los que reparten sentencias, los que dicen qué es delito, qué tiene
impunidad y cuántos años de cárcel cuesta ser un criminal.
Ellos, los ecuánimes, los más empollones, nos ven como
parias.
Viven de espaldas. Comen a dos carrillos y ponen precio a su
oficio.
A algunos de ellos no les salpica la sangre de las torturas,
otros se ríen de las mujeres que son maltratadas, otras reciben bofetadas de
Europa por ordenar cierres de periódicos, por encarcelar a políticos, por negar
la libertad de expresión, por convertir la justicia en un cortijo franquista.
Pero ellos tan dignos, tan decentes, tan estudiados, con sus
finas manos y sus bigotes recortados, con sus voces triunfales se erigen en
dioses de pacotilla y nos mandan callar por cojones.
Y les importa una mierda que ya no creamos en ellos.
A los dioses no les importan los fieles, sólo les importan los castigos desmesurados que pueden imponerles.
A los dioses no les importan los fieles, sólo les importan los castigos desmesurados que pueden imponerles.
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