A partir del año 2001, en un barrio llamado Ituzaingó de Córdoba,
Argentina, a las mujeres se les caían los hijos de los vientres, nacían con
malformaciones, se les enfermaban de leucemia o se les morían por tumores.
No sólo los hijos, también los padres.
Aquel paisaje desolador donde los niños por decenas jugaban enfermos
en las plazas y las madres los cuidaban con sus cabezas calvas no era producto
de un conjuro malicioso, fueron las fumigaciones con glifosato las que lo provocaron
gota a gota.
A las madres de Ituzaingó las empezaron a llamar locas
porque fueron casa por casa registrando a cada persona enferma, fueron nombre a
nombre escribiendo en un listado enorme lo que sucedía a un paso de las
plantaciones de soja.
Porque hasta el agua
estaba contaminada, hasta el aire y la tierra y hasta los embarazos.
Las llamaban locas porque a pesar del dolor que sentían
tenían fuerza para salir a la calle a buscar quien las escuchara, quien las
mirara a los ojos, quien las acompañara en esta lucha que emprendieron hace más
de una década.
Las llamaban locas porque siempre nos han llamado locas a
las mujeres.
Porque nuestra locura es pertinaz y valiente y revienta el
silencio de los cómplices.
Las llamaban locas, porque sí, porque en estos tiempos
buscar justicia es la mayor de las locuras.
Las llamaban locas y ganaron. Hubo una sentencia que les dio
la razón.
Pero no quisieron gritar su victoria, querían ya cambiar el
mundo.
Y eso ya es otra historia.
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