Yo crecí con la esperanza de ver cambiar las cosas.
Los viejos me contaron siempre sus heroicidades, su empeño
por la supervivencia.
Me hablaron de la emigración con muchos hijos agarrados a sus
faldas, del exilio, de la cárcel, del silencio y de la iglesia que jodía a
todas horas.
Vi desde niña a los obreros en huelga de hambre, a los
obreros saliendo a la calle con las jaurías desatadas. Escuché su rabia cuando
los tiroteaban, cuando ya poco más podían hacer que quemar ruedas y quedarse
quietos a recibir hostias, vi a sus mujeres limpiarse las manos en los
delantales pa levantar los puños limpios defendiendo el salario que pronto les
negarían.
Vi la pena de los pueblos más irredentos diezmados por la
droga.
Y fueron pasando los años y la niñez fue quedando atrás
como quedan atrás algunos sueños.
Pero seguí creyendo que era posible cambiar las cosas.
Hoy no viene nadie a contarme que se fueron lejos para
escapar del hambre. Soy yo la que lo cuento.
Veo la pobreza con estos ojos adultos y leo que las detenciones
son cada vez más y cada vez con excusas más pueriles.
Pero sigo creyendo que es posible cambiar las cosas.
Me resisto a creer que moriré sin haber conseguido una
victoria.
Una victoria para dejar a los hijos como legado magnífico.
Una cualquiera, la que sea.
Me conformo con un mundo mejor. Un mundo nuevo, por
ejemplo.
Un lugar de pan, de techo y abrigo, por ejemplo.
Un lugar de paz sin renglones torcidos.
Un lugar victorioso donde puedan reír y cantar todos los
niños.
No hay fronteras en mis sueños. O todos o ninguno.
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