A estas alturas creo en pocas cosas.
Pocas son las palabras que se quedan, pocas las personas que
se quedan, pocos los recuerdos que valen la pena.
Aún creo que es posible despertarse un día con con el pan sobre todas las mesas, con la paz
sobre todas las banderas, con la vida derramándose, tibia, sobre cada infancia
y cada día.
Son pocas cosas en las que creo o también son muchas, no lo sé.
Quizá porque son demasiadas
o porque son inmensas o porque son tan simples, tan sencillas, tan
comunes, vivo el desasosiego de no verlas cumplidas, la incertidumbre de saber
que voy a morirme y quizá no haya visto el principio de ni una sola de mis utopías.
Hoy la historia está fabricando el jabón con el que limpiará
mañana en sus libros toda la sangre.
La sangre que se vierte sobre el cáliz de la violencia más
bruta, la violencia del estiércol, del imperio y la codicia.
Los pueblos cansados
se defienden de las cadenas, de los cementerios donde reina la sumisión, de las
tumbas donde caen pateados los muertos de fascismo.
Y soy poeta y no puedo enfermar de ceguera, no puedo fugarme
a lugares donde sólo haya primaveras y debo quedarme aquí, en esta tierra, en
estos inviernos, con estas cosas sencillas que otros cantores no miran.
Creo, con la urgencia
de quien apenas puede hoy deletrear estas palabras, en los que se levantan para
decir basta, aunque les ignoren los camaradas, aunque les ignoren los
ilustrados, aunque sea su lucha callada y lejana. Creo en ellos y desprecio a
los que les dan la espalda.
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