Cuando amanezco derrotada porque no encuentro el fósforo que
incendie mi rebeldía, cuando no soy capaz de ver victorias por ninguna parte,
cuando todo esto me sucede, miro a las mujeres.
Pero no a las que alumbran la historia con su luz, no a las
que tienen sus nombres escritos con mayúsculas, no.
Miro a las mujeres sencillas, a las que hacen que este mundo
sea menos fiero de lo que muchos desearían.
Estas mujeres que me ayudan a recuperar la esperanza casi
siempre son humildes, casi siempre son apaleadas, casi siempre ignoradas.
Viven sus vidas a trompicones, asediadas por el hambre y por
la guerra, viven pobremente sorteando el plomo, esquivando a los dioses. En pie
frente a los golpes.
Desafían a quienes destruyen sus casas y disparan a
bocajarro a los niños.
Viven pariendo en los controles militares. Pariendo sin luz
ni agua. Pariendo vida en la barbarie.
Estas mujeres colosales en coraje, inmensas mujeres de olivo,
acarrean el agua en sus pueblos ocupados, se levantan al alba para acompañar a
los hijos a las escuelas y sortear el muro infranqueable, recuerdan a los mártires
y salen a la calle para señalar a los culpables.
Buscan como liberarse, como volver a su tierra, como conservar
la memoria en estos tiempos de cobardes.
Y no tienen una sola tregua.
Ellas son las que me renacen.
Por cierto, hablo de Palestina, de sus heroicas mujeres.
Siempre la misma. Siempre grande. Siempre en guerra contra la injusticia, la desesperanza...
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