Cuando yo era una niña recuerdo que venían a la escuela tres
hermanos pobres. Muy pobres.
Eran callados, tristes, olían a meado y llevaban los dientes
agujereados y negros por las caries.
Estaban en cursos inferiores al mío y no sé cómo era su
rendimiento escolar, imagino que aprendían poco, con la tripa vacía resulta muy
difícil avanzar en la vida.
No sé qué suerte corrieron, no sé si el destino les
preparo una vida mejor y ahora están con la nevera llena y la sonrisa permanente.
Ojalá.
Ver a aquellos hermanos, apelotonados los unos con los
otros, sin juegos ni amigos, sin libros bajo el brazo, me hizo preguntarme sobre la pobreza, sobre
la diferencia que había entre ellos y nosotros, sobre sus silencios, sus miedos
y sus miradas derrotadas.
Éramos niños y ya contemplábamos las heridas que va
dejando en la infancia una vida de miserias.
Ahora ya soy mayor, casi 50 años y como cuando estaba en el patio de la escuela, al mirar a los tres
hermanos cabizbajos me preguntaba por qué era tan larga su pena, hoy, al
contemplar el mundo me pregunto por qué
tantos millones de personas no
conocen una tregua.
¿A qué clase de mundo infernal fuimos arrojados?
Algo tan elemental, tan sencillo y tan cotidiano como es
saciar el hambre y la sed es un privilegio en casi cualquier sitio.
Porque da la gana de que sea así.
Porque no alcanzamos a ver la dimensión de esta tragedia,
el verdadero holocausto de la pobreza extrema.
En Cuba no existe la malnutrición infantil severa.
Más de12 millones de niños en Estados Unidos se
enfrentan al hambre y a la inseguridad alimentaria.
Díganme, si Cuba, con tan
poco recursos y tantos enemigos puede, ¿por qué entonces, en el país más democrático
del mundo, son ejecutados migaja a migaja?
Pensemos qué infancia hubieran
tenido los hermanos de los que hablaba al principio de haber nacido cubanos.
¿Y si fueran nuestros hijos? ¿Què lugar de los dos elegiríamos para asegurarnos su supervivencia?
Pues eso.
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