Supongo que las personas que leen poesía imaginan que
nosotros, los poetas, somos seres que vivimos entre lo místico y lo terrenal. Mujeres y
hombres sensibles y malditos, a veces atormentados, a veces narcisistas,
espirituales, fracasados, amargados o estúpidamente amorosos.
Una especie de minotauros vulnerables y heridos que
caminan sin tomar nota de lo que les sucede a los otros.
Yo no dudo de que haya poetas que quepan en este
estereotipo, somos muchos haciendo este oficio.
Algunos se lavan
las manos antes de ponerse a escribir unos versos, (simbólica y reverencial
manera de enfrentarse a la poesía), otros alardean de sus borracheras, otras
cuentan sus promiscuidades sexuales, exhiben sus bibliotecas fecundas, enseñan
las tripas de sus escritorios, otros se duelen porque les quitan su parcela de
protagonismo, otros necesitas casi siglos pa dar por finalizado un soneto,
otras escriben al dictado de modas efímeras donde se refleja el desagüe adonde
van a llegar las personas cuando no tienen conciencia.
Así, vamos viendo
infinidad de maneras de enfrentarse a la
poesía, es decir, a la vida misma.
Yo vengo a contarles mi caso, otro más, uno cualquiera:
Escribo a ratos breves y con alevosía: en las esperas hospitalarias cuando la muerte fumiga sin pedir permiso, mientras escucho el
silencio acusador de las calles, con el luto de mil derrotas ondeándose sin historia,
cuando la fugaz alegría de los niños rompe los cristales de mi monotonía, al ver
a los pájaros morir de frío sobre las aceras, en las primaveras lentas cuando sólo
llueve y llueve…. y la hostilidad del mundo se multiplica en cada rostro que
camina.
Es decir, deletreo el
dolor que asoma ante mis ojos, pa que ni uno solo quede sin escribirse.
El mío es un activismo cómodo, confortable; afilar palabras mientras otros dan por
nosotros la cara no tiene mérito si comparamos.
En muchas ocasiones, los poetas nos dejamos barnizar por
la adulación y llenamos los espacios con espejos para mirarnos y vamos poco a
poco alejándonos de los héroes y heroínas que nos rodean y que empujan la
realidad para hacerla más llevadera.
En todos los lados, en barrios, pueblos, en ciudades, mujeres
y hombres a contracorriente, intentan
hacer de sus entornos, lugares más amables. Y de manera multitudinaria o en
grupos pequeños alzan la voz por los refugiados, por el aire limpio de cementeras,
por un sindicalismo decente, por la soberanía
de los pueblos, por los torturados, por la memoria, contra las guerras, o las
fosas comunes, por la sanidad, el techo, el pan pa todos.
A pie de calle, en primera línea, en el tajo.
Arriesgando sus jornales, sus familias, sus libertades.
Yo, siento vergüenza por las 28 limitaciones que tengo, una
por cada letra, son de otros las conquistas y las victorias, mío
es sólo este empeño de ser poeta en un
mundo de locos maestros de sueños.
Cada cierto tiempo me sorprendo escribiendo sobre esto,
porque siento pudor cuando alguien en una asamblea, o en una plaza lee uno de
mis poemas. Me siento en deuda con los que luchan, con los que buscan a tientas
manos a las que asirse, con los que son luz, ternura, rebeldía.
Apenas somos algo los poetas en este río de humanidad y gracias a los que no se rinden, este oficio se
hace carne y se hace hueso y se hace voz. Y roza, casi, lo imprescindible.
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