Se cuentan por millones, en
barcas que a veces naufragan, agarrados a vallas que nunca debieron ser levantadas,
caminando exhaustos o esperando, esperando, esperando.
Millones haciendo cola en comedores donde les dan sopa y
agua, durmiendo a la intemperie o en tiendas de campaña improvisadas en los
márgenes de las patrias.
Millones obligados a dejar sus casas.
Es simple: les matan.
Harapientos,
desnutridos, tristes, engañados por mafias, de luto, con pena o con rabia.
Las cuchillas no frenan la diáspora, el mar tampoco les
detiene, ya no les detiene nada porque a su espalda sólo hay desolación y
ninguna esperanza.
Pero Europa tiene
miedo.
Le aterroriza ver a tanto paria. Por eso planea deportaciones a mansalva.
Quiere quitarse el problema de encima, no verlos y de paso
pagar al contado a Turquía y Grecia el
trabajo sucio de enviarlos de nuevo al horror de donde escapan.
Son seres humanos víctimas de la depredación.
Victimas del imperialismo.
Víctimas de la ambición que no cesa.
Pero mientras esperan o caminan o son rescatados, mientras revientan sus países,
saquean sus riquezas, torturan a los que quedan, Europa pierde el tiempo. Tiene
miedo.
La solidaridad es un asunto que no se discute en el
parlamento.
La solidaridad no es rentable.
La solidaridad, de
mano en mano , hombro con hombro, paso a paso, debería estar en las calles hasta forzar que se abran
las fronteras, hasta reconstruir sus países, hasta devolverles al menos un poco
de pan y de calma.
Las calles están vacías.
Las fronteras son infranqueables.
El hambre y el frío les carcomen.
Europa tiene miedo, sabe que es también culpable.
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