La hostia que hemos recibido en la conciencia estos días nos
ha dejado tiritando.
Niños muertos sobre la arena.
Alambradas.
Desesperación por manadas.
Trenes cargados de seres humanos que huyen del horror.
Muros, cuchillas, mares convertidos en sepulturas
inmensas.
Andrajos, miedo, muerte.
Y nosotros, que olvidamos fácilmente contemplamos esto
como si fuera nuevo.
Como si no existiera Gaza, ni Ucrania, ni Irak.
Como si el mar no fuera desde hace decenios un enorme cementerio
Como si fuera la primera vez que un país o varios huyen
del espanto de una guerra inventada lejos por la codicia y sus turbios manejos.
Y todos queremos ser solidarios, deseamos abrir nuestras
casas, ser mejores en mitad de tanta desolación.
Pero la maquinaria sigue su trabajo demoledor, escupiendo
sangre, huesos, patrias, infancias.
Y yo, que cada día me siento más vieja y cansada, me
pregunto a estas horas, ¿qué será lo siguiente?, ¿con qué argumentos?, ¿hasta dónde
permitiremos que lleguen los que se reparten la tierra y esparcen los cadáveres?
Vivimos tiempos democráticamente
homicidas, ¿en nombre de qué o de quiénes?
La respuesta es simple: El horror es demasiado rentable para ponerle límite,
¿vamos a permitirlo más siglos?
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