Israel hace elogio de la masacre.
Deben creer que su
dios es el carnicero de una porción de humanidad, que sus profetas necesitan
cadáveres, que derrumbar la vida es el camino que les conducirá al paraíso.
Israel se adueña de la impunidad y enorgulleciéndose de
ella insiste en su esquizofrénica violencia.
Amos de la ira, del plomo y del soborno, pasan a cuchillo
a un pueblo que mastica todos los espantos, día a día.
Y este terror profundo que sentimos al ver su bandera
ondear sobre los cuerpos descuartizados, sobre las casas reventadas, sobre la
tierra reseca de esperanza, da nausea.
Más allá de las calaveras, de la carne deshecha, de los
muertos, queda un mundo que hoy no es capaz de detener a estos abortos de paz y
de justicia.
Queda un mundo inútil, a la deriva, cómplice y testigo de
un genocidio, otro más, para avergonzar a nuestros hijos.
Y que no nos vengan con cuentos, son millones los israelíes,
muchos los que podrían alzar la voz en nombre de ese dios que pilota drones,
que derrama azufre, que revienta niños, son muchos, demasiados, los que tienen
suficiente poder como para poner a esta bestia de una jodida vez en su sitio.
Si no ocurre, si
no paran esto en seco con la fuerza de su religión, si sigue perpetuándose, y la guerra es su mejor
oficio y las urnas han elegido otra vez a un asesino, nos queda bien claro que
los enemigos no sólo son los que tienen nombre y apellidos, también los que anónimamente los eligen y dicen después:
“yo no he sido”.
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