No tienen dónde llorarles, ni siquiera tienen la certeza de su
muerte,
tan sólo sospechan que el mar se los tragó
o se los tragó la arena del desierto
o murieron de sed o de golpes en la frontera.
Se tragan las lágrimas y esperan.
Se tragan las lágrimas y rezan.
Se tragan las lágrimas y miran el jergón vació donde sus
hijos soñaron con escapar de la miseria.
No tienen a dónde acudir para buscar los huesos,
los recuerdos atados al tobillo,
los cráneos carcomidos que se amontonan en la oscuridad como
tesoros naufragados sin que nadie los reclame.
Porque ese es el peaje que se paga cuando no tienes porvenir,
cuando a nadie importas salvo a los tuyos,
cuando sólo eres la evidencia de que este mundo no funciona.
Este es un lugar cruel que abandona a su suerte a miles de
personas que buscan otra orilla, que buscan un futuro en el exilio, que buscan
un mañana lejos de la tierra codiciada por sus materias primas.
Y la fosa común que es el mar Mediterráneo, este inmenso
cementerio carece de plegarias, de sepulturas, de flores marchitas, de llantos
desesperados.
Están demasiado lejos los que amaban a estos seres humanos y
demasiado cerca los culpables del éxodo que los ahoga sin mojarse las manos.
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