El 27 de agosto de 1936 en la
conocida finca del Aguaucho, en Fuertes, Sevilla, se vivió un terrible episodio
cuando varias jóvenes fueron arrojadas a un pozo tras ser violadas y paseadas
para escarnio público. Las víctimas tenían entre 16 y 22 años.
La sed
de venganza no parecía tener límites para este grupo de falangistas. Los
soldados las obligaron a preparar y servirles la comida. Las violaron,
asesinaron y arrojaron sus cuerpos a un pozo horas más tarde. No hubo fosa.
Nadie pudo hallar sus restos. Ya de madrugada, el camión volvió y recorrió las
calles principales del pueblo para enseñar, bajo el cántico de “Cara el Sol”,
en la punta de sus fusiles, la ropa interior de aquellas jóvenes inocentes.
Mientras anochecía eyaculaban los asesinos
con la carne más fresca.
Ni los ojos llenos de ruego
ni los brazos anudados a otros cuerpos doblegaron el deseo
de ser hombres a la fuerza.
Heraldos de violencia las condujeron por un camino de
guadañas.
Bajo un cielo sarmentoso, con hambre bestial de sexo,
las obligaron a tragar su semen y a respirar su aliento
fétido.
Después del festín los cuchillos jugaron a rasgar sus
pieles tersas.
Las tiraron, quién sabe dónde,
quién sabe a qué foso las arrojaron igual que animales
muertos.
Más tarde regresaron al pueblo a pasearse triunfales y
heroicos.
Brillaban sus bayonetas.
En cada fusil, jirones de campesinas y de sirvientas,
en cada fusil, su canallada,
en cada fusil su epopeya,
en cada fusil una braga.
Los fascistas que las mataron, callaron a punta de pistola
a los testigos de aquel infierno.
María, Coral, Josefa y Joaquina
en vuestra tierra hambrienta
nunca olvidaron la noche
en la que unas enaguas fueron banderas
ondeando a media asta.
Nunca pudieron olvidarlo.
Hoy vuelan con vuestros nombres cinco palomas de hierro,
vuelan firme y vuelan alto,
cinco criaturas de paz
sobre cinco crímenes bastardos.
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