Durante
la guerra española (1936-1939), más de 35.000 hombres y mujeres de 53 países
distintos, agrupados en las Brigadas Internacionales, acudieron a España en
auxilio del gobierno de la II República. Nunca en la Historia se ha producido
un caso tan extraordinario de solidaridad internacional. Aquellos jóvenes
vinieron dispuestos a dar su vida para ayudar al pueblo español, cuyos derechos
y libertades estaban amenazadas por el fascismo español y europeo. Más de 9.000
de ellos dejaron sus vidas en los campos de España.
No quisieron quedarse con los brazos
caídos mientras anochecía
en un pueblo que empeñò su amanecer y
salió vencido.
No quisieron dejar crecer sus raíces hasta
morirse.
Vinieron a los hechos consumados,
a la sangre y a los piojos,
a quedarse con muñones,
a reventar su futuro con recuerdos que
quemaron toda una vida.
Toda.
Vinieron para dejarnos su trabajosa
solidaridad,
su ternura,
su bárbara empatía.
Vinieron porque los paredones se
multiplicaban,
porque las infancias se perdían entre el
miedo y el hambre.
Y el miedo y el miedo.
Y el hambre.
Vinieron porque no podían quedarse quietos
mientras aquí el odio arrinconaba a la
justicia
y la muerte era a veces un respiro
y la dignidad quedaba a solas,
de espaldas a un mundo que ignorante lo
llamaba guerra fratricida.
Vinieron y se hizo babel en las
trincheras,
y se hizo babel entre los heridos
y se hizo babel porque quisieron
defender un sueño.
Sólo eso.
Casi sin nombre, casi sin origen,
sólo su cuerpo,
sólo su canto libre,
sólo su amanecer dolido en la oscuridad de
una patria que muriò aquellos años
de brutal felonía.
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