Los fascistas nos muerden ya los tobillos y parece que no
nos damos cuenta.
Avanzan al galope dispuestos a perpetuar el crimen de la
libertad y de la justicia.
Ganan terreno en la calle y en las instituciones, desprecian
a los desaparecidos, se ríen de las víctimas, desempolvan a los asesinos,
rinden honores a quienes enarbolaron la bandera del genocidio y utilizan al
pueblo más ignorante y bestia para azuzarlo contra nosotros mismos.
No es cierto que su objetivo sean las mujeres, ni si quiera
los inmigrantes, vienen a por todos.
No es algo nuevo, lo novedoso es nuestra postura, bastante
equidistante para estos tiempos que corren.
Es muy ingenuo pensar que se conformarán con cancelar
algunos conciertos, con ningunear a las familias de los represaliados por el
franquismo, con llamarnos feminazis y mandarnos a casa para que no nos violen,
con escupir a los que venden sombreros de mesa en mesa, de terraza en terraza.
Cada vez ganan más terreno, su discurso cala hondo y se queda para siempre en
esas profundidades donde la entraña es la que manda.
Esta gente tullida de empatía florece cuando van peor las
cosas y es urgente ver la dimensión de la amenaza.
No atienden a razones, nunca lo hicieron, por eso vencieron.
Vencieron por cojones.
Y por cojones quieren repetir su hazaña.
Los que nos definimos como antifascistas debemos militar
como lo que somos: gente con voz y con memoria dispuestos a gritar que no pasarán
otra vez por encima de nuestros cadáveres, dispuestos a defender hasta la muerte la paz y la palabra.
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