En enero
de 1937 había en Málaga una población de más de 150.000 habitantes. Unos 50.000
refugiados habían ido llegando a la
ciudad huyendo del avance de las tropas franquistas las cuales el 16 de
septiembre de 1936 habían ocupado Ronda amén de otros pueblos del interior de
la provincia y del campo de Gibraltar. La ofensiva de los rebeldes no hizo más
que aumentar la afluencia de refugiados. La situación llegó a ser tan acuciante
que la catedral se abrió como refugio en octubre y se amontonaron en su
interior de manera infrahumana centenares de refugiados. Para añadir mayor
dramatismo al panorama, entre septiembre y octubre de aquel año, Málaga sufrió
casi a diario ataques aéreos algunos tan mortíferos como el del 24 de octubre
de 1936 que causó 50 muertos y grandes destrozos en la calle.
Como lluvia que no cesa fueron llegando
hasta inundar parques, plazas, catedrales.
Fueron llegando gota a gota,
de otros pueblos, de otros campos, de otras ciudades.
Lastimados por el hambre,
castigados por la violencia de la que es capaz el ser
humano,
sentenciados a otra vida entre el exilio y los harapos.
Fueron llegando a otro cielo anochecido de cordura,
a otras bestias apuntando a los cráneos de quienes, desarmados,
vivir sólo querían.
Fueron llegando como una lenta profecía del éxodo de
después,
de los crímenes de después,
del llanto inacabable que después sucedería.
Fueron tantos que improvisaron su cobijo
bajo las estrellas humeantes de enero
en aquel invierno azotado por los fascistas.
.
Fueron tantos que apenas comían,
que apenas dormían porque las tripas eran insomnes,
porque los niños tiritaban febriles y azules
porque también había quien moría callando su agonía.
Fueron tantas orfandades errantes por las calles,
andrajosos, demacrados,
con la mirada fantasmal de quien ha conocido la barbarie
que si no los recordamos seremos cautivos de un pasado
que nos escupe y amenaza.
Porque no tuvieron descanso ni en el fondo de su abismo,
con su sobrecogedora indigencia,
con el mismo pecho atribulado
se vieron obligados a huir de nuevo.
Otra vez huyendo deprisa,
otra vez con la tumba a hombros,
otra vez los mismos cabrones detrás de sus pasos
tirando a matar a las presas más fáciles.
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