No lo mató el mar. Ni lo mató el hambre en la patera. No lo
mató la sed de días ni la policía.
Decidieron que era invisible y los invisibles nada
necesitan, no existen.
Murió en un charco de sangre y ya era tarde para escribir
su nombre en el inventario de los que tienen derecho a la vida.
Y ya fue tarde cuando sus pulmones dejaron de respirar asfixiados
por unas leyes que condenan a morir a los que nada tienen.
Y ya fue tarde cuando tomaron su pulso y agarraron su
cuerpo y era escarcha toda su piel. Era hielo.
Y ya era demasiado tarde cuando quisieron arrancarle la
orfandad de aquellos meses en los que pedía auxilio puerta a puerta aullando de
dolor, tiritando por la fiebre.
Estaba muerto, muerto, muerto.
Y en un revuelo de papeles buscan quiénes fueron los
culpables mientras la jauría de lobos se sacude las lágrimas y señalan hacia
otra parte.
Alpha murió gratis. De balde lo mataron.
Porque era de lejos lo sentenciaron a no curarse.
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