Estos días atrás, por el dolor que nos causó la sentencia por
la violación de la manada han ido apareciendo en las redes testimonios de mujeres
que han sido violadas o maltratadas por sus familiares en la infancia, por sus
parejas o por desconocidos. En noches de fiestas, en el confort de las alcobas
o a plena luz del día.
Violaciones que en el mayor número de casos quedaron sin
denunciarse y fueron ocultadas en la memoria hasta que hace unos días la rabia abrió
la caja de Pandora y salieron de ella los recuerdos detallados de aquellos
momentos de infamia.
Llevamos siglos callándolo todo, por vergüenza y por miedo
y porque muchas aceptamos en lugar miserable al que fuimos confinadas cuando
nos dijeron que éramos inferiores y que además olíamos como el pescado.
Han cambiado algo las cosas, pero no demasiado. Casi todas
hemos sentido que la voz de esta víctima de la manada era también nuestro
alarido. Atávico, solidario.
Y la respuesta ha sido un nuevo castigo para ella, un
castigo para todas.
Nos han dejado una vez más en pelotas, desnudas, azotadas,
humilladas, solas frente a un poder que no nos considera gran cosa.
De nuevo una violación múltiple y pública, la de todas las
mujeres.
Yo pienso que llegadas a este punto no hay retorno posible,
sólo nos queda defendernos, atacar a quien nos agrede.
Que nos tengan miedo, somos muchas y nuestros puños también
pueden.
Que sirva esta experiencia para darnos cuenta de que sólo denunciando
no obtendremos justicia porque los que la administran la manosean como si fuera
una niña borracha que no se entera.
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