Los nùmeros no valen nada si
cuentan piedras, estrellas o latidos.
Tampoco valen nada si lo que se ha contado son niños refugiados
desaparecidos.
¿Dónde están?, ¿a quién importan? ¿Viven, malviven,
agonizan?, ¿son esclavos ahora mismo?, ¿ahora mismo son violados?, ¿ahora mismo
les están arrancando córneas, corazones, hígados?
¿Dónde los esconden?, ¿cuáles son sus nombres?, ¿Cuántos están
sepultados en fosas que nadie sabe?
Son demasiados para
olvidarlos.
A Europa le importan más otros nùmeros.
¿Cómo es esto posible?, ¿cómo es posible que a esta hora no
sean ni noticia? ¿Qué metamorfosis sufre la humanidad?
¿Estamos enloqueciendo de manera colectiva?
¿Qué quedará de nosotros si dejamos pasar de largo este
delirio de olvidarnos no de uno ni de cien, de 10000 niños?
¿Acaso contar
niños desaparecidos por miles no es la
mayor de las felonías de este siglo?
Se oyen los pasos del silencio,
es un andar brutal y amnésico.
Como un ejército desolador
destruye las huellas del hambre,
destruye los refugios y los mares,
destruye los caminos que conducen a la armonía de las mujeres y de los
hombres.
Avanza temible,
con sus mil pies y sus millones de desprecios,
con sus mil brazos y sus mil sables,
con sus mil páginas de historias
en blanco.
Avanza al trote, desbocado, furioso,
va herido de muerte.
Gotea dolor con cada paso,
demasiado crimen callado,
demasiados crìmenes.
Demasiados.
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