Viñeta de Kalvellido
Yo no puedo conformarme con un mundo donde la pobreza puerta a puerta está normalizada.
No puedo aceptar la
miseria como costumbre. Ni aquí, ni al otro lado de los océanos.
No lo entiendo.
No entiendo este paisaje desolador donde se camina tropezando con mendigos, verlos
quietos, humillados a las puertas de las iglesias, en mitad de la nada,
extendiendo sus manos tan suplicantes como derrotadas.
No comprendo cómo el mundo avanza en sentido contrario.
Creo que ver las calles adornadas con andrajos dejó de estremecernos
hace tiempo.
Dejaron de inquietarnos los niños con caries, los viejos
solos y meados, la escasez del pan, de luz, de calor, de salario.
Al mismo ritmo que aumenta el hambre aumenta la indiferencia.
Esta es la enfermedad de nuestro tiempo.
Ser indiferentes es el mejor antídoto para que no duela la
vida. Para que no duela la memoria, para que no nos duelan los destinos de los
pueblos.
Pero también ser indiferentes nos convierte en seres insalvables,
en autómatas a los que el corazón de nada les sirve.
No comprendo la ceguera
implacable de los que pasan por encima de las pústulas del sistema y no se
preguntan por qué no les tiemblan las ideas.
No comprendo cómo sus conciencias no les revientan las
retinas y les hacen ver todas y cada una de las miserias con las que nos
acostumbran.
Creo que los indiferentes son soldados obedientes, por
ellos, la historia no se mueve, por ellos, lo posible es imposible, por ellos,
por su quietud y mansedumbre, el mundo camina en sentido contrario y se aleja
cada vez más de la justicia.
Ellos son cómplices de los que a sorbos o de un trago nos arrancan
el presente y el futuro porque se saben impunes.
Esa es la eterna historia de la eterna culpa. Por acción u omisión somos penados. Y los pocos que quedan gritan en el desierto.
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