Van llegando a la ciudad sin sitio
la mitad de la mitad de las que comenzaron la huida.
Atrás quedó un manantial de pena,
quedó el hambre masticando sus propios huesos,
quedaron los más desafortunados con la dentadura abierta,
con sangre de pólvora y metal en los labios
y las retinas convertidas en espejos.
Una procesión trágica con la cruz sobre cada espalda
va llegando poco a poco.
Las llagas de sus pies dejan huellas indelebles
en la mirada de quien contempla aquel desfile pausado
de tristes hombres y mujeres con la voz debilitada
de tanto pedir la paz con su estéril plegaria.
Van llegando con el luto y con la culpa por haber llegado
vivos.
La sed larga de días,
el sueño roto en los cráneos
y un sinfín de heridas podridas
que se abren cuando las miran.
En la ciudad no hay sitio,
no hay tanto arroz ni tanto abrigo.
Su destino fue tan sólo un espejismo
que les alentó mientras huían.
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