Vivimos el mayor secuestro de nuestra historia.
Cada vez somos más
los cautivos y cada vez es más pequeño el zulo donde nos hacinamos.
Amontonados, sin luz y sin comida respiramos a duras
penas. La mordaza nos quita la voz y el aire, los grilletes no nos dejan
movernos.
Lo dramático es que somos nosotros los que elegimos a los
secuestradores, les damos un salario y les renovamos el contrato cada cuatro
años.
SI reparten unos mendrugos decimos que son piadosos, si
nos devuelven algunas monedas, decimos que son socialistas, si nos dan trabajos
precarios afirmamos que son de izquierdas y si consiguen alguna casa entonces
les decimos que son revolucionarios “radicales”.
A veces cambiamos a los carceleros, elegimos otros quizá
con aire más fresco, quizá con cara de poli bueno y nos quedamos esperando que
oreen nuestro cautiverio.
Pero estamos secuestrados y no podemos movernos.
Tenemos secuestrada la justicia, la palabra, las letras,
la salud.
Tenemos secuestrada la memoria, el futuro, la libertad y
la esperanza.
Tenemos secuestrada la conciencia porque ni siquiera nos
damos cuenta de la poca humanidad que nos va quedando, de la poca dignidad que
nos va quedando, de la poca ira que nos va quedando.
Y así las cosas, amontonados en este zulo enorme,
seguimos creyendo el espejismo que nuestros
secuestradores nos van narrando.
Es el síndrome de Estocolmo de todo un Estado, estamos
convencidos de que los mismos que nos aprisionaron vendrán a rescatarnos.
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