El día de la madre es agotador.
No sólo porque el mercado nos convierte una vez más en
seres ansiosos por conseguir un regalo, el mejor, el más colorido o ruidoso. No
sólo por eso.
También porque observamos que la figura de la madre es
elevada al altar de la bondad suprema, como si fueran todas sacerdotisas.
Y esto agota.
Hay señoras que
traen al mundo hijos y los abandonan o les llenan la piel de marcas o de
ausencia de ternura.
Hay madres terroríficas que cumplen con la necesidad de
pan, escuela y abrigo pero privan a sus niños de caricias.
Hay madres inmensamente odiosas, mujeres de carne y hueso
que no quieren compartir tiempo con ellos, no quieren compartir ideas, no
quieren más que verlos crecer y que se vayan
o les den la paga.
A mí me harta este día, como tantos otros en los que la hipocresía
lo invade todo, en los que rumiamos la estupidez que nos han dado masticada por
los siglos de los siglos.
Hay madres malas, joder.
Vivimos en una sociedad depredadora, donde el ser humano
es un producto, un medio pa conseguir beneficios o una tarjeta de crédito y
donde los hijos a veces son adornos o estorbos.
A veces, los hijos y las hijas, crecen lejos de sus
madres aunque vivan bajo su mismo techo y digan mamá como se le dice a un mueble.
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