Los inmigrantes van y vienen por nuestras calles; nos venden
pañuelos mientras tomamos café, limpian nuestras casas, cuidan de nuestros niños
y de nuestros ancianos, trabajan a destajo en los andamios, de sol a sol en los
invernaderos, se dejan la vida en las vendimias. Los que trabajan.
Los que no lo hacen, los que no encuentran quien pueda
explotarles, invisibles a nuestros ojos, no existen salvo para ser perseguidos,
hostigados, golpeados, detenidos por la policía o asesinados por cualquier
fascista.
Y siguen viniendo a través del mar o atravesando las
fronteras, siguen llegando a nuestra tierra compañeros que quieren lo mismo que
nosotros: paz, pan, techo, salario. Son
iguales que nosotros, pero más pobres porque a ellos los han empobrecido más
salvajemente, porque a ellos los diezman con sed y plomo, porque para ellos vivir
tiene la urgencia de la huida, la urgencia del exilio, la urgencia de escapar,
aunque paguen el peaje con sus propias vidas.
Y este país de mierda los trata como si fueran bestias, como
si fueran despojos, como si fueran piedras.
Estoy tan harta de esta España deshonesta, tan vil y tan
canalla.
Tan harta estoy de las palabras necias, de ver a estos
compañeros llegando a nuestras costas para encerrarlos en cárceles donde reciben
golpizas o se ahorcan.
Qué espanto esta España, qué hueca está, qué tierra de egoísmo
y desmemoria.
No hay remedio, España ha muerto.
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