A Jorge, amigo. Anteúltimo maqui.
Yo no tuve un maestro que me diera lecciones de esperanza
ni una mujer sabia que al atardecer me explicara por qué ni cuando aparece, por
qué ni cuando la destruyen y asoma reinventada en cualquier parte.
No tuve una madre que me hablara de ella como se habla a
las hijas de las cosas importantes, ni siquiera entre amigas la nombrábamos. ¿Estaba
entre nosotras calladamente callada?, ¿Estaba entre nosotras como están los
amores clandestinos, la rebeldía adolescente, la alegría de empezar a ser
mayores?
Si, estaba. Crecía en cada una, crecía salvaje,
sin brújula ni doctrinas, adueñándose de nosotras a su manera.
Sin darnos cuenta fuimos aprendiendo que sin ella nada
sería posible.
Ni el amor ni las ideas.
Después se van sumando años, personas y países. Se van
sumando libros, canciones, poesías.
Se van sumando hogares, duelos, zancadillas y ella, la
esperanza, crece, se agiganta.
Nadie me enseñó ni una lección, pero creo que no hizo falta
la teoría. Sí la práctica.
Porque sí, porque en la oscuridad de los pueblos oprimidos la
he visto sostener infancias pese a todo.
Porque en la impunidad que atraviesa de parte a parte este
país la he visto con las víctimas reclamando memoria y castigo hasta morirse.
Porque la he visto en las pupilas de niños y mayores que arrastran
su miseria y sueñan, siempre sueñan.
En los hombros de quienes cargan con el peso de tanta
infamia,
en los pechos de las madres que para vivir se ponen en venta,
en los trabajadores que rompen las cadenas.
La he visto en el cielo y sobre el asfalto, al repartir el
pan y los abrazos, detrás de las rejas, delante de soldados sionistas, en la
voz de las mujeres violadas.
Caminando o en pie, bien sujeta a las banderas.
Y no, no tengo derecho a perderla ni a despreciarla ni
humillarla.
Debo mantenerla intacta, no por mí, ni por ti.
Por esa humanidad que a pesar de madrugar va descalza.
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