Modu es un amigo de mi hermana.
Hace seis meses, cuando ella salió del hospital, fuimos a visitarlo
a su taller de bicicletas. Nada más verla corrió a cogerle las manos para acariciarlas
como en un ritual de sanación. Sonreía con la cara y con el cuerpo, también con
las palabras.
Modu es senegalés, trabaja para salir adelante y enviar
dinero a su esposa y a sus hijos y quizá un día volver a casa.
Hay miles de Modus en Bilbao. Invisibles a nuestros ojos,
oscuros hombres y mujeres que no encontramos ni en la sala de espera de los
centros médicos, ni en los supermercados llenando los carros de comida.
No los vemos, luego no existen.
Modu vive en el barrio, no sé en cuál de las casas en
ruinas, no sé debajo de qué puente, no sé cerca de qué vías de tren
inutilizadas.
Sé poco de él, sólo sé que entraron en su taller y
arrojaron todas las bicicletas a la ría y que Modu lloraba como lloran todos
los hombres cuando ya no tienen nada, sin lágrimas.
El otro día vimos a Modu por la calle. Mi hermana gritó: ¡Modu,
Modu!
Pero Modu no respondió. Pasó a nuestro lado y nos quedamos mirándolo
alejarse. Tristes porque no reconoció a su amiga blanca, a la amiga a la que frotaba
las manos para acelerar su sanación, a la amiga que sonreía desde lo más
profundo, feliz de verla con vida y alegre.
Ayer de nuevo.: ¡Modu, Modu!
Pero otra vez Modu pasó de largo hablando en voz alta y agitando
los brazos descontroladamente.
Loco y solo.
Yo no sé qué mundo es este. Qué tristeza de humanidad, qué
mierda de sociedad hemos creado.
Demasiados Modus.
Demasiadas bestias arrojando bicicletas al agua.
Demasiadas soledades y miserias y tragedias.
Demasiada indiferencia.
Y bajo los puentes de Bilbao demasiados sueños que
revientan
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