A José Antonio Berenguer
Me pregunto cuántos nombres se perdieron para siempre con
sus biografías
en aquellos días desquiciados en los que por miles corrían huyendo
sin auxilio.
Me pregunto por esos nombres que hoy nadie reclama, nadie
recuerda, nadie sabe que fueron también asesinados y hoy son los masacrados
anónimos.
Me pregunto cómo se llamaba esa mujer que parió en la noche más
oscura de toda la huida,
que se apartó a un lado y dio a luz como una loba solitaria sin
que nadie distinguiera el grito de vida con los gritos fúnebres que provocaban
los fascistas,
me pregunto cómo pudo ponerse en pie con el recién nacido,
cómo lo cubrió con sus harapos,
cómo sin tiempo de amamantarlo corrió con el calostro
desaprovechado,
cómo se desagarraba a cada paso y lloraba por el hijo que callaba,
y lloraba de dolor y lloraba de hambre y lloraba a toda
prisa porque vivir le urgía.
Porque su niño tibio y callado tenía que estrenar juegos y
canciones,
tenía que crecer hasta hacerse un hombre.
Me pregunto qué sintió aquella madre
cuando se acordó de la oscuridad del parto, del terror y de
la urgencia de llegar a Almería
y palpó los andrajos y presagió que lo que abrazaba no era
más que un puñado de trapos ensangrentados y vacíos.
Me pregunto qué sintió cuando supo que dejó a su hijo en el
mismo sitio donde ella partió en dos su cuerpo para parirlo,
me pregunto cuánto dolor se clavó en su vientre
y con cuanta desesperación regresó por el camino andado
con la esperanza de verlo en otros brazos, a salvo,
pero nadie llevaba a un recién nacido llorando su orfandad
temprana,
nadie sabía de un recién nacido pasto de las bombas y de las
pisadas.
Nadie sabía nada.
Nadie podía escucharla porque la muerte los perseguía con
enormes zancadas.
Me pregunto cómo se llamaba esta mujer.
Si supiéramos al menos dónde se arrojó al mar
podríamos dejarle nuestras lágrimas.