Desde la mal llamada transición hasta nuestros días,
cientos de asesinatos han quedado impunes, la extrema derecha y las fuerzas de
seguridad del estado han paseado a sus anchas en libertad después de haber
torturado y de haber sido maestros del gatillo fácil.
Pese a sus crímenes no han pisado la cárcel o la han
conocido fugazmente y, además, muchos de ellos, han sido condecorados o
ascendidos.
Premiados por su
barbarie respiran el mismo aire que las víctimas fortaleciendo la creencia de
que pueden hacer lo que se les ponga en los cojones porque ya hay quienes dan
la cara por ellos y tuercen las leyes hasta tenerlos en la calle.
Esto es motivo suficiente para no creer en la justicia,
para darse cuenta de que la balanza se inclina siempre para el mismo lado y que
la reparación al daño causado es sólo un sueño de los que se esfuerzan en no pasar
página.
Últimamente vemos igual de claro que la justicia es igual
de desafiante que en otros tiempos y nos ordena callar de inmediato porque aún
hay mucho sitio para nosotros en las cárceles.
La sentencia a los violadores de la manada, esa falta de
empatía, ese ninguneo a los padecimientos de las mujeres, esos argumentos
feminicidas nos ponen en guardia y nos encontramos de nuevo afirmando: la
justicia no existe.
La libertad de expresión, la libertad de
pensamiento y la libertad de movimiento están tan acorraladas por las leyes que
cualquier palabra, gesto, broma nos puede sentar en el banquillo para
obligarnos a decir otra vez: la justicia no existe.
Ahora esperamos lo que dictaminen los jueces sobre los
jóvenes de Altsasu a todas luces inocentes del delito de terrorismo que se les
imputa. Tres de esos jóvenes llevan en el talego más de 500 días y de nuevo
estamos esperando la sentencia, pero desde ya podemos decir que para esos
jóvenes la justicia no existe.
Y es cierto que no podemos esperar nada bueno de los que la
administran, de los que hacen la vista gorda ante las torturas y los abusos y
la orfandad de los que están entre rejas. Pertenecen a una clase que nada tiene
que ver con nosotros y su mirada mayormente está empañada. Es servil a quienes
le pagan.
Pero la historia de los oprimidos siempre ha sido la misma,
una búsqueda incansable de la justicia, una urgente necesidad de encontrarla,
desenterrando fosas comunes, señalando a pecho descubierto a los tiranos,
arriesgando pueblos, infancias, territorios.
Por esos hombres y mujeres que nos precedieron yo sí creo
en la justicia. Creo que es obligación nuestra exigirla con mayúsculas como la
exigieron muchos desde el exilio o desde los infiernos a los que fueron
confinados.
Sigamos creyendo en ella porque es lo que va a mantenernos en
pie en medio de este desastre.
Sigamos creyendo en ella, aunque los violadores vivan
plácidamente esperando su absolución, aunque los mangantes alardeen de su
culpabilidad, aunque este país sea una mierda y las leyes ahoguen a todo el que
se mueva.
Debemos ser firmes y no claudicar. Con esta desesperada
impotencia, con esta rabia, con esta furia que se desata día sí y día también
cuando vemos a la gente esposada por unas ideas, por unas canciones, por unas
banderas, por una pelea.
La Justicia claro que existe.
Camina con los zapatos de los victimarios mientras el
pueblo la busca con los pies descalzos.