Estas elecciones tienen el mismo tufo que las navidades.
Las calles se adornan, las gentes hablan entusiasmadas como
si este año fuera a sentarse a cenar la familia feliz, esa familia que nunca
tuvo en sus sillas huecos de desparecidos, como si por un momento fuéramos a olvidar
que hemos tenido hambre o no hemos podido alumbrarnos la vida o hemos sido
detenidos.
Como si a partir de esta fecha, mágica, todo fuera a
cumplirse; los trabajadores con curro decente, los jóvenes de vuelta a casa,
las universidades de balde, las enfermedades gratis.
Los desahucios desaparecen.
Los focos en los reyes magos, en los líderes heroicos, en
los regalos.
La precariedad en
segundo plano.
Y todo es hermoso, como la navidad, sin andrajos ni fealdad,
todos brindamos por ese tiempo nuevo que viene cargado de buen rollo, de coca
cola, de pavo y de caviar.
Y unos van en bicicleta, otros recuperan palabras de
izquierda, otros se solidarizan con los emigrantes, otros hablan de decencia y
otros, como siempre, meten la pata.
Y los globos y los cantos y las cabalgatas y los caramelos y las
promesas.
El espejismo de las elecciones durará tan poco como duró la
esperanza en Grecia, en un santiamén, ¡de rodillas porque lo mandan los que
fabrican nuestras cadenas¡
Y los pueblos quedarán como estuvieron antes, pero más huérfanos, más defraudados mucho más
solitarios.
Y después, por arte de birlibirloque, tomarán asiento los
que quieren cambiarlo todo para que nada cambie.
Y cuando nos despertemos del sueño y corramos con nuestros
hijos a mirar si nos han dejado bajo el árbol algo de lo que les pedimos cuando todo era
posible, veremos que sólo habrá un
calendario pa que tengamos presente que el año pasa y pronto habrá más fuegos
artificiales, más desfiles, más máscaras.
Yo, perdonen ustedes, nunca crei en dioses, ni en los clásicos
de barbas y turbante, ni en los actuales de urna y discursos a medida de los
pueblos con necesidades urgentes.