Los más optimistas afirman que es tiempo de revolución, que
pronto será el momento de recuperar el terreno que fuimos perdiendo o mejor, de
conquistar esos espacios que nunca tuvimos.
Lo cierto es que yo creo que todo el tiempo es tiempo de revolución.
Todo el tiempo debemos estar vigilantes para aprovechar la brecha, cualquier
brecha. Pero somos muy pocos.
Un puñado de personas, quizá un montón si lo alargamos.
Más allá de los aplausos de las ocho, más allá de las
caceroladas contra la monarquía, más allá de los perfiles de Facebook celebrando
el orgullo de clase, más allá de estos gestos emotivos, bienintencionados,
reivindicativos y también necesarios estamos muy solos.
Seamos realistas.
Vivimos atomizados.
La trabajadora de la limpieza no siente que está en el
mismo bando que un funcionario.
El migrante que recoge fresas en Huelva, no se siente
identificado con los reclamos de un tendero que vende camisas fabricadas con
mano esclava,
Un desempleado de larga duración mira con escepticismo el
puño levantado de los que trabajan en precario,
Los asalariados de las ETT rumian su desgracia frente a los
que por igual esfuerzo tienen doble sueldo,
Los repartidores pedalean su precariedad mientras nosotros
en casa ayudamos a explotarlos y así, cada uno de nosotros día a día espantamos
esta revolución que podría darse.
Cada cual en su compartimento, bien aislado, no interioriza
que nos atraviesa la misma explotación y el mismo saqueo de lo humano.
Estamos demasiado ciegos.
La ceguera nos impide reconocer que al borde de la vida
largas filas de hombres y de mujeres a duras penas sobreviven a la esclavitud y
a duras penas nos miran.