Vaya con el todopoderoso, su representante en la tierra
anda de parranda.
Que si Cuba, que si Obama, que si pide paz, que si pide
justicia…
Una caricia a un niño, un besito a una madre de luto,
unas palabritas que sirvan de analgésico a los crucificados...
Y todos tan contentos, el Bergoglio dice lo que todo dios
quieren escuchar.
Sus feligreses lo adoran y deciden ignorar a qué personajes han ensalzado
y protegido a lo largo de su larguísima historia.
En lo concreto, en el Estado español con el asesino
Franco, en lo concreto, en Argentina, con Videla, en Chile con Pinochet, en
Paraguay con Stroessner, en lo concreto cubriendo de silencio las violaciones
de niños, enriqueciéndose obscenamente con sus tejemanejes inmobiliarios, coaccionando
gobiernos pa seguir engordando las arcas, despreciando a las víctimas que ellos
mismos señalaron, actuando con mano de hierro con aquellos que dentro de su seno
cuestionan su cinismo.
Y lo cierto es que las iglesias aquí están vacías, pero
su presencia es permanente, sus latigazos se reciben ahora con las ansias de libertad
de Cataluña, ahora con el aborto, ahora con la homosexualidad, que si las
escuelas, que si las mujeres maltratadas, que si la promiscuidad, que si el
Sida… y todos los gobiernos se
arrodillan ante sus caprichos. Ceden a sus presiones.
Permiten que su moral se haga ley.
A mí el tipo este, el Bergoglio, me resulta igual de
rancio y de fascista que los otros. Yo sé que hay zurdos que lo miran con
buenos ojos, que incluso desearían ser recibidos en audiencia por él pero qué
quieren que les diga, rondo la cincuentena, soy mayor pa creer en los cuentos.
Jon Sobrino dijo: “hay que bajar al pueblo de la cruz”, fue denostado por esto y por ponerse del lado
de los oprimidos, de los masacrados.
Lo que llevan haciendo los mandamases de la Iglesia es
precisamente lo contrario, apuntalar al pueblo en la cruz, clavarlo más si se sueltan, ponerle coronas
de espinas, hincarle dagas en su costado y si alguien se acerca a liberarlo,
demonizarlo.
Que me perdonen los creyentes buenos, los sacerdotes buenos,
los que efectivamente hacen de su vida solidaridad
y justicia.
Pero las consecuencias del despotismo de sus jefes omnipresentes son tan infames que se pagan al contado con barbarie.